Drenaje profundo

Cada vez que el estrés incrementa, mi corazón parece salirse por mis sienes y mis ojos se nublan, incapaces de enfocarse en el teclado portátil de mi vieja laptop Commodore. En esos momentos tengo que huir, caminar hasta que el aire frío constringa mis venas y mis palpitaciones caigan a mis piernas, donde no afecten mi concentación.

Hoy ha sido un día de esos… pero peor. Mi jefe ha bloqueado mi salida y los tambores han alcanzado niveles desconocidos, que no creí capaz de soportar sin perder la vertical. He tenido que tolerarlos por lo que me ha parecido un gogol de años luz, hasta que la ira del Licenciado se desvió a la secretaria que olvidó incluir té de limonada rosa en las compras de la semana. Me transminé por la puerta, escurriéndome hacia las escaleras de emergencia y su olor a bulldog atropellado (siempre he creído que alguién asesinó a su mascota aventándola en el colado de alguna de las columnas, y la peste eterna de su cuerpo en descomposición es nuestra maldición y su venganza). Afuera, me recibe el resplandor incandescente del sol de invierno en su ángulo obtuso, que no calienta, solo quema. Las personas caminan atontadas, sudando bajo sus chamarras que huelen a humedad y polvo añejo, pensando lo estorboso que es cargar una prenda invernal en el brazo y lo inclemente que es sentir esa resequedad en la nariz; mientras el sudor continua importunándolos, cual cuchillito de palo, en su espalda y axilas.

Hago lo que todos, saco el celular de mi bolsillo y repaso mis redes sociales, en busca de oxígeno emocional que me haga sentir único e irremplazable de nuevo. Pero hasta Facebook tiene sus días y mi muro está enfermo de memes de fútbol y Jesucristo. Mi dedo se desliza frenético mientras cruzo la calle, ignorando que se ha abierto una enorme grieta en el pavimento. El cráter es tan profunda, que giro cual clava, perdiendo el aparato en las primeras revoluciones. Mi cuerpo recibo una fuerza de 9 G’s antes de experimentar vista de túnel. No tengo conciencia del resto del viaje, hasta que me despierta el agua negra que baña un lado de mi cara.

Al parecer he caído sobre un viejo tubo de concreto corroído, cuya fractura ha amortiguado mi caída. El olor es tan vomitable, que mi nariz ya no lo percibe, ha de haber colapsado antes de que yo despertará. En lo alto, un halo de luz alumbra un círculo de exactamente 157.345 centímetros de radio. El tubo descansa roto sobre una cama de grava, que empieza a saturarse de agua gris que ahora navega entre los fragmentos, los cuales me recuerdan los restos de una cáscara de huevo. Me es imposible saber cuantos metros he caído, no existe nada que me sirva de referencia.

Más allá de la luz, hay penumbra.

Para mi sorpresa, no tengo ningún hueso roto ni molestias. Me incorporo imitando una rutina de Tai Chi y constatando que nada me duela. Me satisface que hasta mi cabeza se sienta relajada. No percibir ningún olor me serena, como una avestruz con los ojos vendados, me siento seguro entre tanta mierda.

¿Debería buscar una salida o simplemente esperar a que me rescaten?

Aguzo el oído y no percibo el ronroneo de motores ni el particular barullo de la gente hablando y caminando con atropellos. Debo estar a más de veinte metros de profundidad. Me inquieta la idea de que nadie me haya visto caer y que pronto me cancelen la luz con una lámina de acero de dos pulgadas de espesor. Mis bolsillos están vacíos y no hay rastro de mi celular por ningún lado, debo buscar a tientas una salida.

Conforme me alejo del cobijo de la luz, mis ojos detectan mejor cierta textura en la oscuridad. Me parece que de un momento a otro voy a tocar una pared, pero este entramado solo existe en mi retina, y flota aleatoriamente entre mis manos. Volteó, y veo que mi pequeño reino de luz se ha alejado más de mí que yo de él. Trato de regresar, pero lo pierdo en dirección al infinito. Me es imposible determinar si se ha alejado flotando o si se ha contraído hasta volverse demasiado pequeño para mi vista de apenas cuatro pixeles.

La total oscuridad no me perturba. No siento ni detectó nada, puedo escuchar mis pensamientos como cornetas en un desfile. Ningún ruido existe, ni siquiera de mi cuerpo. Buscó los latidos de mi corazón, pero no están, han desaparecido, junto con el gruñir de mis intestinos y la delicada fricción de mis pestañas al parpadear. Me es imposible saber si están abiertos o cerrados, ya mis manos han dejado de asistirme y no se dónde han quedado.

El tiempo se desdobla sobre sí mismo, ocurre en miles de siglos lo mismo que en una milésima de segundo. Mi conciencia desprende destellos que parecen ser una autoafirmación de existencia, pero pronto pierde intensidad. Mi individualidad ha caducado y mi sentido de materialidad se ha perdido para siempre.

No es posible describir con palabras aquello que existen más allá de nuestra limitada consciencia humana. Solo es posible decir que todo adquiere sentido, aunque sea solo por un instante.

Antes de lo que yo quisiera, el mecanismo comienza a girar de nuevo, adquiriendo masa crítica gracias a las leyes de la inercia. De nuevo: el caos, el dolor y la angustia. Una gruesa cortina rosada comienza a apretarme. Mis músculos no parecen reaccionar y mi voz es incapaz de gritar. Mis sentidos regresan a mí y es el oído el primero en señalarme los gritos que se escuchan a lo lejos.

Unas manos fuertes me sujetan la cabeza y me sacan de este estado líquido, hacia el frío plástico de una sala de operaciones.

¡Maldita sea! ¿Por qué me han traído de regreso?

Una nalgada libera mi voz y oigo cinco gritos de aprobación. Las manos me envuelven y me aprietan; me vuelven a desenvolver y me estrujan; mientras mi mirada no puede enfocar nada.

Grito de nuevo con todas mis fuerzas: «¿Por qué me han traido de regreso?»

Solo escucho risas.

«Imbéciles. Ignorantes. Simios subdesarrollados. ¿Qué ya olvidaron todo el dolor y todo el sufrimiento?»

Me doy cuenta de mi impotencia. Ya no recuerdo mi nombre y pronto he de olvidar mi pasado. Pronto olvidaré que el estrés hace que me reviente la cabeza, y volveré a hacer más compromisos que los que puedo cumplir. Pronto volveré a venderle mi alma al Diablo, de nueve a seis, cinco veces por semana. En un abrir y cerrar de ojos, volveré a estar acostado encima de ese tubo inmunde, donde los sueños tocan fondo y se desvanecen. Donde los hombres finalmente encontramos paz.

Hasta que una pareja de idiotas olvide que ya somos demasiados y crea que un hijo es como sembrar un árbol o comprar un perro.

¡Por favor!

¡Se los ruego!

¡Regrésenme al agujero!

Muere empleado de la Secretaría de Economía al caer por ducto de ventilación del Metro.

Juan López de la Vega murió instantáneamente al caer por una de las ventilaciones de la línea uno del Metro, la cuál estaba abierta por mantenimiento.

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